No éramos nada y lo éramos todo. Soledad contra soledad,
engaño contra engaño, tejiendo letras de ilusiones, escapándonos de nosotros
mismos, escondiéndonos de nuestras propias dudas y temores.
No éramos nada y lo éramos todo. Conversación contra
conversación, secreto contra secreto, miedos y temblores que se estrellaban
contra el teclado, ocultándonos detrás de una pantalla que nos defendía de la
tentación.
No éramos nada y lo éramos todo. Y hablábamos de viejas
películas que podrían haber contado nuestra historia, o presagiado. Y nos
toreábamos y nos desafiábamos, viendo hasta dónde estaba el otro dispuesto a
llegar.
Y jugábamos con las palabras y los estremecimientos, con los
escasos recuerdos que teníamos juntos y que endiosábamos para que no se
derrumbara ese castillo de mensajes que nos rescataba del aburrimiento.
Y fingíamos bromear y nos tirábamos dardos y flores, besos
camuflados y preguntas indiscretas por donde queríamos que se filtrara la
confesión que nunca llegaría.
Éramos demasiado cobardes, lo habíamos sido en el pasado, yo
porque ella me asustó, y ella porque yo la acobardé.
Y veinte años después seguíamos jugando al gato y al ratón.
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